La aprobación de la Constitución española de 1978 ha sido un hito histórico del que podemos sentirnos orgullosos. La torturada historia de España, en la que los periodos democráticos han sido sólo breves paréntesis, inició con nuestra Carta Magna una duradera etapa de integración política, progreso económico y desarrollo autonómico. Cuando escucho voces que piden olvidar la transición o que pretenden impulsar una segunda transición, me inquieta pensar que quizá busquen desandar lo andado y prescindir del pacto y los consensos básicos que presidieron la elaboración y posterior aprobación de nuestra ley de leyes. Tampoco deja de sorprenderme que algunos pretendan dar lecciones de constitucionalidad, sabiendo como sé que su aprecio por nuestra Carta Magna, y especialmente por su Título VIII, es cuando menos sobrevenido.
En 1978 abrimos el periodo democrático más fecundo de nuestra historia y pusimos las bases para ahuyentar definitivamente los tres demonios que envenenaron nuestra historia: la cuestión militar, la cuestión religiosa y la cuestión territorial. El sometimiento de los ejércitos al poder civil, la confesionalidad del Estado y el reconocimiento del derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones de España supusieron un punto y aparte que sería temerario revisar.
Por ello, como demócrata, como catalanista, como socialista, como federalista y en mi calidad de President de la Generalitat de Catalunya, me sumo a la conmemoración del aniversario de la aprobación en referéndum por parte de la ciudadanía española de la Constitución de 1978. Volvería a votarla con ilusión. Y más sabiendo que algunos querrían modificarla en un sentido involutivo o que piden que se aplique desconociendo el consenso que la hizo posible.
Se entenderá que me centre en los aspectos que se refieren a la estructura territorial del Estado y que inciden directamente en el debate sobre la futura sentencia del Tribunal Constitucional sobre el recurso presentado por el PP contra el Estatuto de Cataluña. Y que lo haga a partir del texto constitucional que en su propio Preámbulo proclama la voluntad de los constituyentes de "proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones". El artículo 2 de la Constitución afirma la unidad de España, garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas. Aspectos, por cierto, que en ningún momento el Estatuto catalán ha puesto ni en riesgo ni en duda, como se ha demostrado en los más de tres años que lleva en vigor. Precisamente el artículo 2 de la Constitución me trae a la memoria la negativa de muchos sectores de derecha y ultraderecha (de entonces, y al parecer de hoy mismo) a incorporar el término "nacionalidad" por considerarlo sinónimo de nación. ¿Habrá que recordar también que el adjetivo que corresponde al sustantivo nacionalidad es nacional? El artículo 3 de la Constitución consagra la oficialidad del castellano en toda España y de las demás lenguas españolas en sus respectivas comunidades autónomas "de acuerdo con sus estatutos". Y no pedimos otra cosa.
Parece oportuno recordar que la Constitución tuvo el inmenso mérito de establecer un extenso terreno de encuentro para los demócratas y los pueblos de España. ¿Quiere alguien hoy leer la Constitución de forma que los que cabíamos en ella en 1978 nos veamos expulsados de ella en el año 2009? El pasado 22 de noviembre, en Maià de Montcal, ante la tumba de Ernest Lluch, asesinado precisamente por defender el carácter inclusivo de nuestra Constitución, hice esta afirmación: "Lo que ayer fue escrito, acordado y votado para unir, no puede servir hoy para dividir. Éste es el verdadero espíritu constitucional. Espero que nadie malogre de forma temeraria e imprudente este espíritu". Tampoco se debe olvidar que muchos de los que votaron el Estatuto de Catalunya no pudieron votar la Constitución en 1978 y así han podido unirse al bloque de la constitucionalidad.
Y es en ese marco en el que inscribo mis reflexiones sobre el recurso presentado por el PP contra el Estatuto de Cataluña ante el Tribunal Constitucional. Vaya por delante mi respeto al tribunal y mi convicción como demócrata de que sus sentencias deben ser acatadas. No seré yo quien cuestione la legitimidad del tribunal, del mismo modo que nadie debe olvidar que es la propia ejecutoria de las instituciones la que en último término legitima su labor ante la ciudadanía. Tampoco creo que la acción jurisdiccional deba producirse de espaldas a la opinión pública ni que pueda sustraerse a sus críticas, como no puede hacerlo ningún poder del Estado.
Doy por sentado también que el tribunal es consciente de la responsabilidad que le ha sido conferida al verse obligado -por primera vez en 30 años- a fallar sobre una ley orgánica acordada por una delegación del Parlamento catalán, el Congreso y el Senado, aprobada por las Cortes y sometida a referéndum de los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña.
No creo que a nadie sorprenda la inquietud causada por las constantes filtraciones sobre las deliberaciones del alto tribunal, agravada por el hecho de que en estos momentos se halle incompleto, a causa del fallecimiento de un magistrado, de que se haya producido la atípica recusación de otro magistrado a los solos efectos de la deliberación y votación de ese recurso, y de que cuatro magistrados más hayan visto anormalmente prorrogado su mandato en casi dos años, a causa de un bloqueo impuesto por el PP, deseoso quizás de mantener indefinidamente una composición del tribunal más acorde con sus intereses de parte.
Tampoco se entenderían las encendidas pasiones sobre el futuro del Estatuto sin tener en cuenta la hostilidad manifiesta que contra él ha levantado de forma innoble el PP durante más de tres años al grito de "España se rompe", con su fallido intento de evitar su toma en consideración por el Congreso, con su amago de impulsar un referéndum ilegal sobre el texto y con un infamante recurso que cuestiona preceptos similares, cuando no idénticos, a otros recogidos en diversos estatutos que no sólo no recurrió este partido, sino que incluso votó.
Creo que el Constitucional tiene entre sus manos una decisión de gran trascendencia. Y comparto la disyuntiva planteada por el editorialista de EL PAÍS: "Agravar el problema catalán o encauzarlo. Ése es el dilema que afronta el Constitucional". Ése es también el sentido del editorial conjunto publicado por 12 periódicos catalanes, que suscribo totalmente: "Están en juego los pactos profundos que han hecho posible los treinta años más virtuosos de la historia de España".
Desde el respeto a las instituciones y procurando el mejor servicio a la convivencia, que es la principal misión de todos, considero que el Constitucional debe juzgar plenamente constitucional toda norma que pueda tener una lectura acorde con la Carta Magna, evitando erigirse en una nueva Cámara legislativa que, en el caso del Estatuto, alteraría un texto sometido al voto de los ciudadanos y ciudadanas a los que ha de servir.
Citaré como argumento de autoridad un fragmento de la introducción de Ernest Lluch y Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón a la obra colectiva Derechos históricos y constitucionalismo útil: "Convertir el conflicto en consenso, la disparidad en unión, es la esencia de lo que Rudolf Smend señaló, acertadamente, como finalidad última de la Constitución y del derecho constitucional: la integración política, haciendo, en consecuencia, de las instituciones constitucionales otros tantos factores de integración". Comparto su apreciación y deseo de forma no menos ferviente que una mayor y mejor integración de los pueblos de España sea el desenlace de este proceso. Éste hubiera sido también el deseo de Jordi Solé Tura, uno de los siete padres de la Constitución, fallecido el pasado viernes.
Publicado en el diario EL PAÍS por José Montilla Aguilera. Presidente de la Generalitat de Cataluña.
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