Definir el estilo pictórico de Alfonso Albacete (Antequera, Málaga, 1950) es casi imposible. Se suceden en él las continuas evoluciones, implosiones e irrupciones pictóricas. Porque Albacete es un nómada del estilo, aún siendo fiel a unas coordenadas que poco han variado a lo largo de sus cuarenta años de dedicación plena al arte.
Inició su carrera como arquitecto pero pronto apostó por el arte conceptual y el accionismo callejero. A finales de la década de los 80 redescubre la tradición pictórica de las vanguardias. En su multiverso se hallan referencias al expresionismo abstracto, al realismo de Coubert, a Cézanne y a Matisse, al constructivismo…. Pero dichos manierismos siempre están adulterados. El artista no entiende de fronteras y por eso es capaz de aparear un jardín mediterráneo con las frías arquitecturas racionalistas o de inundar un paisaje urbano en plenitud nocturna con invasiones geométricas multicolores o de plasmar salvajes graffitis en el punto intermedio entre el interiorismo y el paisaje.
Si hoy está en boga el concepto de “multiculturalidad”, Albacete emplea en sus obras la “multiversalidad”, pues en ellas nadan universos indiferentes los unos a los otros, sin pretensión armónica pero en mágica sinergia. Los materiales del pintor, los temas recurrentes, ponen en evidencia la ausencia de fronteras que se suponen a la gramática pictórica.
A principios del nuevo milenio, fiel al nomadismo estético, Albacete descubrió a nueve mil metros de altura un poblado de bajeles en el Mar de China. Miles de casas flotantes sin más frontera que el azul oscuro, adivinadas desde la comodidad de un moderno reactor. Esa visión crepuscular y fugaz, alimentó un giro fundamental en su obra.
Dripping, perspectiva y geometría conjugados para ahuyentar los sueños de la razón. Los pigmentos químicos del pintor alimentan la flor de almendro primaveral, realidad y representación en perpetua lucha, la silla-emblema del sostén en suspensión espectral, el icono de neón encendido, símbolo crístico y farmacéutico, reclamando que las ciudades, de noche, sean más interior que paisaje. La pintura, hija bastarda de la pintura, conjugándose hasta la alucinación. En sus últimas pinturas, Albacete nos libera de la servidumbre óptica para devolvernos, una vez hayamos cerrado los ojos, sus imágenes flotando en un espacio indeterminado, entre la retina y el párpado.
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