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miércoles, 23 de febrero de 2011

Parece que el 23-F fue hace un siglo.


Hace hoy 30 años, una partida golpista a las órdenes de Antonio Tejero Molina, a la sazón teniente coronel de la Guardia Civil, irrumpió en el Congreso cuando se votaba la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo, sucesor de Adolfo Suárez. Al recordar las imágenes de aquellas horas de pesadilla y acudir a los archivos, parece que aquel disparate sucedió hace un siglo. Aquella algarada cuartelera cubrió de oprobio y deshonor a sus promotores, saneó los cuartos de banderas, hizo posible la consolidación de la democracia y abrió el camino a la alternancia en el poder.
Al mismo tiempo, el 23-F despegó definitivamente a la Corona de la herencia franquista y acabó con los recelos que pudiera albergar una parte del espectro político con relación al Rey. Todos los datos confirman que Juan Carlos desautorizó a los jefes golpistas, exigió al teniente general Milans del Bosch que renunciara en Valencia a los juegos de guerra, según consta en documentos desclasificados ayer por el Congreso, y se puso al lado de las instituciones. Que tantos años después aún se oigan voces que discrepan de esta versión de los hechos no hace más que alimentar la sospecha de que la trama civil y militar del golpe que salió indemne del envite, temerosa de quedar al descubierto, ha ocupado los 30 últimos años en sembrar dudas para evitar embarazosas explicaciones.
¿Cómo repercutió el golpe en la construcción del Estado constitucional? Acaso en el intento de aplicar al mapa autonómico un modelo homogéneo de descentralización. La Loapa, luego recurrida ante el Tribunal Constitucional y recortada por este, tradujo el esfuerzo de muchos para aprovechar la ocasión y rectificar el diseño constitucional. De hecho, se llegó a decir entonces que el golpe de estado se debió en parte a la negativa de la España retrógrada a aceptar una organización del Estado desvinculada de la herencia borbónica centralista.
Ahora, por fortuna, aquellos recelos son material para historiadores, pero hay un rebrote de la desconfianza ante los nuevos estatutos autonómicos, ante un desenlace desapasionado de la crisis vasca y frente a otros aspectos del reparto territorial del poder. Hasta hay quien ha llegado a poner en duda el estado autonómico, como modelo político. Sería bueno que 30 años de experiencia templaran los ánimos.


Fuente: Editorial del Periodico de Aragón.

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